En febrero de 1994, bajé del tren en San Antonio Oeste, en Río Negro, con mi flamante bicicleta de montaña de 18 velocidades, un equipaje improvisado y enormes ganas de comenzar a experimentar un nuevo tipo de viaje. El objetivo: llegar hasta Tierra del Fuego pedaleando. Confiado en mi experiencia como ciclista de ciudad y, más aun, en mis numerosos viajes de mochilero por el país y Sudamérica, emprendí una aventura careciendo casi totalmente de preparación. Ya el primer día, por la ruta 3 rumbo al sur, empecé a notar que la cosa no era simplemente pedalear. Había un fuerte viento, que luego comprobé que era permanente pues los vientos en esa zona y en toda la costa patagónica vienen del sudoeste y, por lo tanto, me arrojaban con violencia hacia adentro de la ruta donde pasaban camiones de gran porte, y numerosas y largas subidas que resultaban insoportables a un ciclista del llano. No sabía qué ritmo podía sostener en esas condiciones, tampoco qué hacer si sufría alguna avería, pues no conocía casi nada de mecánica de bicicletas, no estaba preparado para el frío porque, al no saber cuánto peso podía cargar en la bicicleta, llevaba poco abrigo (y me dirigía a Ushuaia) y no tenía ninguna noción de alimentación deportiva. Ese día, tuve que acampar en el medio de “la nada”, es decir, de la estepa patagónica, pues no conseguí llegar a la primera población que había en la ruta, a 122 km. de mi punto de partida.
Ese viaje fue un sufrimiento. Llegué finalmente a Tierra del Fuego, flaco como una escoba, poniéndole a la cadena aceite de auto del fondo de latas vacías, cargando cosas inútiles y faltándome otras esenciales, con varias caídas por el fuerte viento patagónico y muerto de frío acampando en las costas del canal de Beagle en marzo bien entrado. Después recorrí la isla y la zona del estrecho de Magallanes, los Parques Torres del Paine y Los Glaciares, volviendo a casa cuando se me venía encima el invierno, pero esta vez a dedo en camiones.